Me dirigía a la sala de profesores cuando encontré un grupo en la puerta del baño de alumnas, Miriam, una niña de segundo de ESO estaba junto a otro compañero y un profesor.
Ella lloraba desconsolada y los otros dos intentaban calmarla. Me acerqué y comprendí que no era fácil entender lo que quería decir por los hipos y el agobio, entonces decidí hacer lo único que me pareció adecuado, me acerqué y dije en voz alta, "esta pequeña lo que necesita es un abrazo" y al mismo tiempo se lo dí y ella a mi.
Una madre que esperaba a un tutor para hablar, al escucharme y ver el abrazo me sonrío y asintió con la cabeza.
Pedí a los que la acompañaban que nos dejaran solas y lo hicieron. Juan, el alumno que allí estaba es un cielo, mal estudiante, pero con un corazón de oro, sensible, cariñoso, empático, aunque en este momento me miró con una sensación de impotencia, él nunca se abría atrevido a abrazarla, solo la acompañaba (que ya es mucho), pero no supo cómo calmarla. Al cruzar las miradas le sonreí y le guiñé un ojo, era mi forma de darle las gracias. El profesor pensó que yo tenía la situación más controlada y se fue a la sala de profesores.
Cuando me separé de Miriam ya podía hablar y me contó que había suspendido un examen que creía superado y estaba muy triste y preocupada por la reacción de su madre.
Le comenté que eso era normal, pero que debía valorar su aprobado o suspenso en función de lo que había estudiado y los errores cometidos en el examen, así podrá aprender cómo hacerlo mejor la próxima vez, en la recuperación. Que su madre lo entendería.
Me miraba como si quisiera creerme, deseaba hacerlo; pero a esa edad, los padres son muy importantes y nadie deseamos decepcionarlos.
Como padres es difícil encontrar el equilibrio entre la exigencia y la comprensión, debemos seguir intentándolo.
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